Antes que nada se debe tener claro que fue una sorpresa cuando
mi papá me llamó a la redonda mesa marrón que estaba ubicada en el centro de la
sala principal de mi casa, las mismas cuatro paredes donde me crié en aquel
momento tenía una pared de tonalidad verde palmera y las otras tres blancas que
hacían resaltar los vivos colores de la época decembrina, pues era una oscura noche a finales del mes de
noviembre, llena de abundante neblina, tan densa que era difícil observar con
claridad las luces de los otros edificios a pesar de que estos son altos y
bastante llamativos.
Entonces me dijo que debíamos hablar seriamente,
conversación que fue por un largo rato, a todas estas mi papá me informó que mi
regalo de niño Jesús era un viaje a una casa de playa, mi corazón detuvo su latidos
por un momento y luego reanudó su ritmo a toda velocidad, esa misma noche comencé
a llenar una gigante maleta de color negro, disponía de 2 cierres y un bolsillo
pequeño, este último lo utilicé para cosas de uso personal y ropa interior.
Días después llegamos a aquella casita, envuelta de monte,
animales y oscuridad, calurosa por el lugar donde se ubicaba aquel pueblito de
chichiriviche. Eran las 8 de la noche, una inmensa luna llena iluminaba el
camino, entramos a la grande casa, era fría, oscura y nada agradable, tenía un
olor a guardado, algo como cartón mojado, los tres teníamos miedo que hubiesen
animales escondidos allí dentro, pues el mal tiempo y las nubes oscuras que se
paseaban a diario por ahí habían dejado el techo débil, los roedores a mi
juicio grandes y peludos hicieron un hueco y entraban a su guarida como si
fuesen los propietarios de aquella grande casa.